sábado, 1 de diciembre de 2012

UNA DE TERROR (Pablo De Santis)

Tengo una caja de cartón a la que llamo “la caja de los tesoros”. Seguramente a nadie le podrían pa­recer tesoros más que a mí. Hay un soldado de plomo del ejército napoleónico al que le falta un brazo, un yo­yo “profesional” Russell, un cortaplumas roto, una brú­jula con el cristal astillado, una figurita de El Zorro (la única que me quedó de las miles que junté cuando era chico) y una postal que me envió una novia desde algu­na playa. En la postal solamente se ve una ola, y nada más, y en el reverso ella me escribió: “¿Viste alguna vez una postal más estúpida que ésta?” Si cualquier persona se asomara a esa caja (desde luego, ese acto se­ría castigado con la pena de muerte) no podría advertir cuál es el objeto más extraño de todos, y quizás el más precioso: un pedacito de papel viejo, quebradizo, casi quemado, encerrado en un sobre. En el papel no puede leerse casi nada. Es apenas una huella.
Cuando tenía doce años empecé a dibujar his­torietas. En ese momento la mayoría de los chicos leían las revistas mexicanas de Batman, Superman, Fanto­mas, La Pequeña Lulú, y las chicas Susy, Secretos del corazón; a mí me gustaban, en cambio, las de terror. Era difícil conseguirlas, no estaban en todos los quios­cos sino en ferias de plazas o en viejas librerías. Había dos: Doctor Tetrick y Doctor Mortis. En una de ellas vi una página —en la revista decía que era la única que se conservaba— de un dibujante llamado Ashton Forbes. A partir de ahí empecé a seguir los pasos de Forbes y pude conocer su historia, aunque de poco me sirvió.
En una minúscula revista de historietas que publicaban (bueno, fotocopiaban en realidad) unos ami­gos, puse un aviso llamando a los interesados en Ash­ton Forbes. A pesar de que la revista debía tener una venta que rara vez superaba los treinta ejemplares, al­guien me contestó. La carta que me mandó estaba fir­mada sólo con unas iniciales: L.M. Jamás hubiera ima­ginado que la “L” era de Lucía.
Cuando entré en el bar vi que la única perso­na que tenía la revista “Doctor Tetrick” sobre la mesa era una chica. Me presenté, combinando un desconcer­tado tartamudeo con algunos gestos con las manos, por completo incomprensibles. (En ese tiempo uno no espe­raba que las chicas se dedicaran a las revistas de terror. Nunca supe muy bien en qué se interesaban las chicas. Hubo un momento en que no existían en absoluto para mí, y un tiempo después ya eran tan importantes, que tampoco pude detenerme a mirar qué cosas les gusta­ban. Existían, y eso era suficiente.)
Lucía era terriblemente alta. Me llevaba una cabeza y media. (Pero de eso me enteré sólo al salir del bar.) Creo que los dos estábamos nerviosos, y si no hu­biera sido por Forbes, cada uno hubiera salido corrien­do por su lado. Teníamos pocos datos de Forbes, pero entre los dos reconstruimos parte de su historia.
Ashton Forbes era un dibujante norteamerica­no que se había venido a vivir a Buenos Aires en 1956. Es posible que estuviera escapando de algo. Durante un año trabajó en la ciudad dibujando historietas para la re­vista “El espanto de lo cotidiano”. Después se fue a Córdoba y nada más se supo de él. Quizá volvió a Estados Unidos, o se murió, o puso un hotel en las sierras. También había dibujado algunas tapas de novelas poli­ciales de la Editorial Tor, libros de páginas y portadas amarillas. Aunque los dibujos no llevaban firma, me pa­recía reconocer su estilo en algunas novelas de Edgar Wallace y Gastón Leroux.
Le pregunté a Lucía si había conseguido algu­na revista de “El espanto de lo cotidiano” y se rió.
—No existe un solo ejemplar en todo el mun­do.
—¿Se perdieron?
—No. Se autodestruyeron.
Lucía iba mucho más adelantada que yo en la investigación sobre Forbes. Había logrado ubicar a un viejo guionista que vagamente recordaba la historia de los veinte números de “El espanto de lo cotidiano”. La publicaba la editorial Nocturno; su dueño había tenido la mala suerte de comprar el papel más barato que ha­bía en plaza, y que probablemente había entrado de contrabando. Ese papel, se supo más tarde, tenía unas características muy curiosas: envejecía aceleradamente y era alérgico a la tinta. Apenas las revistas salían a la venta comenzaba su lento proceso de desintegración. Las destruía la luz. Cinco años después del cierre de la editorial (“El espanto de lo cotidiano” fue un fracaso to­tal) no quedaba un solo ejemplar. Todos se habían vuel­to cenizas.
El editor murió poco después y de los origina­les de Forbes nunca se supo nada. La única página pu­blicada que se salvó (y que yo había descubierto en Doctor Tetrick) había sido salvada del devastador efec­to de la luz porque su dueño la había recortado, guar­dándola entre las páginas de un manual de cocina. No la guardó por los dibujos, sino porque en el reverso había una receta: “El espanto de lo cotidiano” incluía una sec­ción de cocina. Platos típicos de Transilvania, qué co­mía Edgar Poe entre botella y botella, especialidades de la cocina caníbal (se podían reemplazar algunos ingre­dientes).
Cuando salí del bar me importaba mucho me­nos Ashton Forbes y sus malditas páginas inexistentes que volver a ver a Lucía, aunque salir con ella me traje­ra algunos problemas en el cuello. Fuimos una tarde al cine de la parroquia que quedaba a la vuelta de casa pa­ra ver “Cuentos de ultratumba”: a mí me asustó tanto que estuve a punto de irme de la sala, pero como ella re­sistía, me llevé las manos a la cara y espiando apenas por entre las rendijas de los dedos pude llegar hasta el final. Creo que una semana después la invité a mi casa para ver “El cuervo”, con Vincent Price y Peter Lorre en “Sábados de súper acción”.
A los tres días me llamó por teléfono. Había ido a casa de un viejo coleccionista a cambiarle unas Billiken del año treinta que había encontrado en su ca­sa por algunas revistas de terror importadas. El canje no debía haber sido muy ventajoso para Lucía, porque ape­nas se cerró el trato el viejo empezó a saltar de conten­to. Y hasta le confesó:
—Tengo un ejemplar de “El espanto de lo co­tidiano”, donde está la historieta “El cuarto de arriba”, de Ashton Forbes. Es el último ejemplar que existe.
Lucía le ofreció toda su colección de historie­tas por la revista, pero el viejo se negó. Al final le arran­có el permiso para que fuéramos juntos a ver la revista. El hombre dudó, pero finalmente aceptó: a veces los co­leccionistas se cansan de tener algo cuyo valor todos ig­noran, y quieren divulgar, aunque sea por unos instan­tes, su secreto al mundo.
Un sábado a la mañana fuimos a Flores, hasta un caserón en ruinas, cerca de la estación de tren. Cru­zamos la verja oxidada: entre los altos pastos amarillos había figuras de piedra que parecían dibujos de Forbes. El viejo nos recibió con pocas palabras y nos condujo al primer piso de la casa.
Había una habitación entera destinada a “El espanto de lo cotidiano”. El coleccionista encendió una lámpara de luz roja, que no dañaba el papel. Vi, en el suelo, una caja de cristal negro. El viejo la abrió: allí es­taba el ejemplar de una especie extinguida, la última huella del paso de Forbes por el mundo. Pero no había­mos venido solamente a mirar la revista. Eramos traido­res, y habíamos organizado todo para fotografiar las pá­ginas. A la hora señalada el teléfono sonó y el viejo no tuvo más remedio que dejamos solos para hablar con uno de mis amigos, que trataría de entretenerlo durante diez minutos, consultándolo sobre revistas desapareci­das. Sólo el gato estaba con nosotros.
Yo suponía que los breves golpes de flash no le harían daño a las páginas. No había notado, mientras Lucía pasaba hoja tras hoja, que el papel se ennegrecía con cada relámpago. No tuvimos tiempo de leer la his­torieta, ni siquiera de mirar los dibujos. Cuando termi­namos la revista se había convertido en sesenta páginas indescifrables, manchas grises contra el papel amarillo.
Ya se oían los pasos del viejo en la escalera. Escondí la cámara, pero no podía ocultar la revista. Lu­cía fue más rápida que yo: abrió la puerta, de la que lle­gaba la luz implacable de una ventana, y atrapó al gato, colgándoselo de la camisa. Cuando el viejo vio que la puerta estaba abierta, entró corriendo, horrorizado; Lu­cía simulaba defenderse del pobre gato. Dijo que la ha­bía atacado y que casi se muere del susto. El coleccio­nista ni siquiera la miró: sus ojos estaban clavados en la revista que, con la nueva luz, ya no sólo se desdibujaba sino que comenzaba a hacerse polvo ante nuestros ojos. En medio del caos alcancé a guardar un papelito que se desprendió.
¿Creyó el viejo la mentira de Lucía? Nunca supimos si quiso vengarse burdamente del animal, o su­tilmente de nosotros, porque agarró al gato, le retorció el cuello, y lo tiró escaleras abajo. Nosotros habíamos empezado nuestra huida apenas oímos el crack. El cuer­po del animal cayó a mis pies.
Nunca hablamos con nadie de lo que había pa­sado. Ni siquiera entre nosotros. Durante unos quince días dijimos que éramos novios y nos besamos en las plazas vacías, pero eran tiempos en que todo pasaba rá­pido y no sé muy bien cómo pero nos alejamos (ella se mudó a otro barrio, yo cambié de colegio, pero a lo me­jor son cosas que no tuvieron nada que ver, aunque se­guramente les echamos la culpa). Evitamos siempre ha­blar de ese día, pero no sé si fue por culpa o por miedo. Porque cuando revelamos las fotografías para hacerlas publicar, vimos que la historia que había contado Ash­ton Forbes era la de unos chicos que en busca de una re­vista rara visitan a un coleccionista, y cuando están so­los allá arriba, en la oscuridad, se confiesan que todo aquello no era otra cosa que un pacto de amor... Nunca supimos cómo terminaba la historieta, porque a pie de página decía “continuará”, y como ya no quedaban ejemplares en el mundo, la aventura había sido cancela­da para siempre.

El Rey que no quería bañarse (Ema Wolf)


Las esponjas suelen contar historias muy interesantes, el único problema es que lo cuentan en voz muy baja y para oírlas hay que lavarse muy bien las orejas. Una esponja me contó una vez lo siguiente: En una época lejana las guerras duraban mucho, un rey se iba a la guerra y tardaba treinta años en volver, cansado y sudado de cabalgar, y con la espada tinta en chunchulín enemigo.

Algo así le sucedió al rey Vigildo. Se fue a la guerra una mañana y volvió veinte años más tarde, protestando porque le dolía todo el cuerpo.

Naturalmente lo primero que hizo su esposa, la reina Inés, fue prepararle una bañera con agua caliente. Pero cuando llego el momento de sumergirse en la bañera, el rey se negó.

-No me baño –dijo- ¡No me baño, no me baño y no me baño!

La reina, los príncipes, la parentela real y la corte entera quedaron estupefactos.

-¿Qué pasa majestad? – Preguntó el viejo chambelán

- ¿Acaso el agua está demasiado caliente? ¿El jabón demasiado frío? ¿La bañera demasiado profunda?

-No, no y no –contestó el rey- pero yo no me baño nada.

Por muchos esfuerzos que hicieron para convencerlo, no hubo caso.

Con todo respeto trataron de meterlo en la bañera entre cuatro, pero tanto grito y tanto escándalo formo para escapar que al final lo soltaron.

La reina Inés consiguió cambiarle las medias, -¡las medias que habían batallado con el veinte años! - pero nada más.

Su hermana, la duquesa flora le decía:

-¿Qué te pasa Vigildo? ¿Temes oxidarte o despintarte o encogerte o arrugarte..?

Así pasaron días interminables. Hasta que el rey se atrevió a confesar:

- ¡Extraño las armas, los soldados, las fortalezas, las batallas! Después de tantos años de guerra, ¿Qué voy a hacer yo sumergido como un besugo en una bañera de agua tibia? Ademas de aburrirme, me sentiría ridículo.

Y termino diciendo en tono dramático:

- ¿Qué soy yo, acaso un rey guerrero o un poroto en remojo?

Pensándolo bien el rey Vigildo tenía razón. ¿Pero cómo solucionarlo? Razonaron bastante, hasta que al viejo chambelán se le ocurrió una idea. Mando hacer un ejército de soldados del tamaño de un dedo pulgar, cada uno con su escudo, su lanza, su caballo, y pintaron los uniformes del mismo color que el de los soldados del rey. También construyeron una pequeña fortaleza con puente levadizo y con cocodrilos del tamaño de un carretel, para poner en el foso del castillo. Fabricaron tambores y clarines en miniatura. Y barcos de guerra que navegaban empujados a mano o soplidos.

Todo esto lo metieron en la bañera del rey, junto con algunos dragones de jabón.

Vigildo quedo fascinado. ¡Era justo lo que necesitaba!

Ligero como una foca, se zambullo en el agua. Alineo a sus soldados, y ahí, no mas inicio un zafarrancho de salpicaduras y combate. Según su costumbre daba órdenes y contraordenes. Hacía sonar la corneta y gritaba:

-¡Avanzad mis valientes! Glup, glup. ¡No reculéis cobardes! ¡Por el franco izquierdo! ¡Por la popa…! Y cosas así.

La esponja me contó que después no había forma de sacarlo del agua.

También que esa costumbre quedó para siempre. Es por eso que todavía hoy, cuando los chicos se van a bañar, llevan sus soldados, sus perros, sus osos sus tambores sus cascos sus armas, sus caballos sus patos y sus patas de rana.

Y si no hacen eso, cuénteme lo aburrido que es bañarse.